Las compras! ¡No hice las compras! –exclamó afligida Luisa.
Eran las 11.
Luisa tomó la canasta, no se sacó el delantal. Había intentado hacer una sopa pero no tenía zapallo, ni papas, perejil tampoco.
La verdulería quedaba a tres cuadras.
Luisa abrió la puerta del departamento, salió y cerró con llave previo golpecito. ¿Cuándo arreglaré la cerradura?, pensó.
Recorrió el largo pasillo, bajó lentamente la escalera, escalón por escalón, bien aferrada a la barandilla. Pesaban los 10 años de viudez, la ausencia de los hijos, la lejanía de los nietos. “Sopa con zapallo y perejil para Carlitos”. “Mucho, abuela”. “Aprendé de tu hermano, tomó la sopa.”
A Luisa le tembló la mano cuando apretó el picaporte de la puerta de calle. “El abuelito no resistió la operación, el corazón estaba muy débil”.
Al abrir la puerta, el sol la encandiló. Cuando se repuso del impacto de la luz, vio un globo azul en la vereda, al lado de ella, a los pies. Luisa miró a un lado y al otro, buscando al niño que había extraviado el globo azul. Nadie. Levantó la vista; en los balcones no había niño, ni hermano, ni empleada, ni madre, reclamando el globo azul.
—¡Un globo! ¡Oigan!
Luisa bajó la vista al globo que permanecía a los pies.
—¿De dónde saliste vos? —Luisa sacudió la cabeza como para alejar ideas, porque le pareció ¡qué locura! ¿El globo le había sonreído? ¡No! No puede ser, los globos no sonríen.
Luisa caminó, el globo también, siempre a los pies. Al llegar a la esquina Luisa se detuvo, el globo azul también.
De pronto, en la otra esquina, transversalmente, apareció un hombre canoso. Vestía camisa blanca, pantalón marrón, chaleco gris.
El hombre cruzó la calle, se acercó a Luisa que no salía del asombro, porque la aparición de este señor como la del globo fue misteriosa, y preguntó:
—¿El globo es suyo?
—¡No!
—Entonces se lo llevaré a mis nietos.
El hombre canoso tomó el globo azul y desapareció.
Luisa dio la vuelta y regresó al departamento; olvidó las compras. Subió la escalera de prisa, nunca antes lo había hecho, sintió algo extraño en su interior. ¿Qué le estaba sucediendo?
Abrió la puerta del departamento previo golpecito. Al pasar por el espejo del living se detuvo a mirarse: Demasiadas arrugas, pensó, y recordó lo que había vivido minutos antes. No entendía nada.
Esa tarde, a las 4, se acordó de que aún no había hecho las compras. ¡Qué descuido!
La verdulería quedaba a tres cuadras.
Tomó la canasta, antes de salir se acercó al espejo “espejito mágico”. Bajó la escalera. Al abrir la puerta de calle, el sol la encandiló. Cuando se repuso del impacto de la luz, vio el globo azul en la vereda, al lado de ella, a los pies.
Luisa miró a un lado y al otro. Nadie. En los balcones, no había niños, ni hermanos, ni empleada, ni madre, reclamando el globo azul.
—¡Oigan! ¿De quién es este globo?
Luisa, nerviosa, caminó hacia la esquina, el globo también, siempre a los pies. Al llegar a la esquina se detuvo, el globo azul también.
De pronto, apareció el hombre canoso que transversalmente cruzó la calle. Luisa tembló y un rubor afloró en sus mejillas. Le ardían.
El hombre canoso la miró y le preguntó:
—¿El globo azul es suyo?
—¡No!
—Entonces se lo llevaré a mis nietos.
El hombre canoso tomó el globo azul y desapareció.
Luisa demoró en dar la vuelta; pensativa, algo más que alegre, regresó al departamento.
Esa noche no pudo dormir. Los ojos del hombre canoso estuvieron presentes en ella casi todo el tiempo. ¡Al fin!, durmió una noche nueva.
A las 11 de la mañana del otro día se acordó de que aún no había hecho las compras. La verdulería quedaba a tres cuadras.
Tomó la canasta, se sacó el delantal, arregló sus cabellos, alisó su vestido nuevo, calzó los zapatos y dibujó una sonrisa.
Bajó la escalera deprisa.
—Adiós, doña Luisa. ¡Qué bien se la ve hoy!
—Gracias Valentina.
Luisa abrió la puerta de calle; el sol la encandiló. Cuando se repuso del impacto de la luz vio el globo azul en la vereda, al lado de ella, a los pies.
Repitió el movimiento de mirar a un lado y al otro. Nadie reclamaba el globo, en los balcones tampoco.
Caminó nerviosa hacia la esquina, el globo azul también.
De pronto, apareció el hombre canoso.
Luisa lo esperaba.
El hombre canoso cruzó transversalmente la calle. Luisa sonrió al sentir la cercanía del hombre.
Él la miró a los ojos. Ella se ruborizó. El hombre canoso bajó la mirada y le preguntó al globo azul:
—¿Es suya esta abuela?
—¡No! —contestó el globo.
—Entonces se la llevaré a mis nietos.
El hombre canoso le ofreció el brazo derecho a Luisa.
—¿Me acompaña?
Caminaron juntos por la vereda, el globo azul también.
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