martes, 18 de agosto de 2020

La señora Pinkerton ha desaprecido. De Sergio Aguirre.

 

Hoy, en el vivo de Instagram de nuestra biblioteca, leímos los primeros capítulos de esta novela de suspenso y misterio del escritor Sergio Aguirre ¿Cómo seguirá?

Cuando volvamos a clases no te olvides de pasar a buscarla por la biblioteca. Yo te avisé!😉

Empieza asi:


–¡Es una bruja! 

La señora Pinkerton susurró esas palabras 

al oído de su hijo, que en ese momento se ha-

llaba sentado en uno de los elegantes sillones 

de la casa de su madre, en los suburbios de 

Oxford. 

Edmund, su único hijo, nunca la había vis-

to tan alterada. La anciana iba nerviosamente 

de una punta a la otra, y cada tanto daba gol-

pes en el suelo con el bastón de una manera 

que había comenzado a fastidiar a Picasso, su 

gato; un ejemplar negro y rechoncho, con un 

humor tan agrio como el de su dueña.

La señora Pinkerton era conocida por su 

arrogancia y su pésimo carácter. Nadie le gus-

taba y en nadie, decía, se podía confiar. Así 

era ella. 

Sin embargo, Edmund notaba que en esta 

ocasión algo más estaba sucediendo. 

Su madre jamás lo había recibido con el 

aspecto desalentador que mostraba esa tarde: 

sus blancos cabellos recogidos con descuido, el 

rostro sin maquillaje, y cubierta con su viejo 

salto de cama verde, como si recién se hubiera 

levantado.

–Una bruja verdadera –continuó la señora 

Pinkerton–. ¡Y vive al lado de mi casa!

Terminó la frase con un enérgico golpe de 

bastón y fue hasta el otro extremo de la sala 

para volver mirando fijamente a Edmund con 

sus ojos severos:

–¿No vas a decir nada?

Edmund no abrió la boca.

Oírla decir que la señorita Larden, la mu-

jer que se había mudado a la casa de al lado, 

era una bruja verdadera, lo dejaba sin palabras. 

¿Por qué decía “verdadera”? Su madre podía 

ser orgullosa, intolerante, desconfiada, pero 

siempre había sido una mujer repleta de senti-

do común. Nunca había creído en brujas. No 

podía estar hablando en serio…

–¿No me crees, verdad? –preguntó ella, 

como si le adivinara los pensamientos.

Edmund carraspeó y se acomodó en su 

asiento. Tenía que responder algo, pero nosabía qué. ¿Acaso su madre estaba perdiendo 

la razón? 

Entonces ella continuó:

–Y ahora estás pensando que me he vuelto 

loca. Lo veo en tu mirada. No me lo vas a de-

cir, pero es lo que estás pensando. Eres igual 

que tu padre…

Edmund decidió hablar con el mismo tono 

sereno que empleaba con sus alumnos de la 

universidad cuando se ponían difíciles:

–En todo caso me gustaría saber por qué 

afirmas que la señorita Larden es una bruja, 

madre.

–Lo sé porque la conocí. Fue hace muchos 

años… 

La señora Pinkerton dio unos pasos y se 

hundió en su sillón, como si de pronto se le 

hubieran agotado las fuerzas. Cerró los ojos, y 

volvió a abrirlos, antes de decir:

–Yo sé quién es. Y sé lo que hizo.

Entonces Edmund, por primera vez, vio el 

miedo en los ojos de su madre.



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