Lo que pasa en la pantalla es terrible. Decir tristísimo es poco. El cine es un mar de sollozos ahogados.
Cuando siente que los ojos se le llenan de lágrimas, Márilin abre la cartera.Primero extrae un manojo de llaves que apoya sobre su falda. Todas amarradas a un huevo dorado con piedras incrustadas en los polos: el llavero.
Enseguida saca un peine, un cepillo, uno de dientes y un espejito de mano. Después del espejo, sus dedos se estrellan contra un frasco de perfume metido en una bolsa de nailon de esas que usan en los supermercados para pesar verduras.
O las frutas.
Sin quitar un segundo los ojos de la pantalla, Márilin extrae de la cartera un par de anteojos de sol, el estuche, un rouge, una caja de chicles Adams, una billetera, el portadocumentos que le regalaron, el rollito de papel higiénico que siempre guarda por si le vienen las ganas de ir al baño en un bar. Cospeles y un sacapuntas.
Cuando su falda queda completamente ocupada aprovecha la butaca de la izquierda que está libre y acomoda la linterna, el encendedor, la agenda, las biromes y el pastillero que aparece en un recodo y días antes ella diera por perdido.
Entre tanto, lo que pasa en la pantalla sigue siendo muy triste.
Márilin siente que la cartera se moja con el agua de los ojos y acaso de su nariz. En una búsqueda a esta altura descorazonada saca una cajita con cuatro cartuchos de tinta lavable, una hebilla con moño, el costurero de bolsillo que le han vendido en el tren. Veinticuatro papeles sueltos con direcciones y teléfonos, tarjetas navideñas de UNICEF, la plantilla de un zapato que le queda grande, el carnet de la pileta, la receta del pedicuro, el monedero con el cierre roto, la agujereadota que equivocadamente se ha llevado de la oficina, las entradas de un concierto al que ya fue, un enchufe de tres patas, caramelos para la tos y dos autitos de carrera del sobrino de una amiga.
Cuando Márilin encuentra su pañuelo, la película ya ha terminado hace quince minutos.
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