Se celebraba la última cena.
—¡Todos te aman, oh Maestro! –dijo uno de los discípulos.
—Todos no —respondió gravemente el Maestro—. Conozco a alguien que me tiene envidia y, en la primera oportunidad que se le presente, me venderá por treinta dineros.
—Ya sé a quién aludes –exclamó el discípulo—. También a mí me habló mal de ti.
—Y a mí —añadió otro discípulo.
—Y a mí, y a mí –dijeron todos los demás (todos menos uno, que permanecía silencioso).
—Pero es el único –prosiguió el que había hablado primero—. Y para probártelo, diremos a coro su nombre.
Los discípulos (todos, menos aquel que se mantenía mudo) se miraron, contaron hasta tres y gritaron el nombre del traidor.
Las murallas de la ciudad vacilaron con el estrépito, pues los discípulos eran muchos y cada uno había gritado un nombre distinto.
Entonces el que no había hablado salió a la calle y, libre de remordimientos, consumó su traición.
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