miércoles, 9 de septiembre de 2020

El globo azul. Julia Rossi

 Las compras! ¡No hice las compras! –exclamó afligida Luisa.

Eran las 11.

Luisa tomó la canasta, no se sacó el delantal. Había intentado hacer una sopa pero no tenía zapallo, ni papas, perejil tampoco.

La verdulería quedaba a tres cuadras.

Luisa abrió la puerta del departamento, salió y cerró con llave previo golpecito. ¿Cuándo arreglaré la cerradura?, pensó.

Recorrió el largo pasillo, bajó lentamente la escalera, escalón por escalón, bien aferrada a la barandilla. Pesaban los 10 años de viudez, la ausencia de los hijos, la lejanía de los nietos. “Sopa con zapallo y perejil para Carlitos”. “Mucho, abuela”. “Aprendé de tu hermano, tomó la sopa.”

A Luisa le tembló la mano cuando apretó el picaporte de la puerta de calle. “El abuelito no resistió la operación, el corazón estaba muy débil”.

Al abrir la puerta, el sol la encandiló. Cuando se repuso del impacto de la luz, vio un globo azul en la vereda, al lado de ella, a los pies. Luisa miró a un lado y al otro, buscando al niño que había extraviado el globo azul. Nadie. Levantó la vista; en los balcones no había niño, ni hermano, ni empleada, ni madre, reclamando el globo azul.

—¡Un globo! ¡Oigan!

Luisa bajó la vista al globo que permanecía a los pies.

—¿De dónde saliste vos? —Luisa sacudió la cabeza como para alejar ideas, porque le pareció ¡qué locura! ¿El globo le había sonreído? ¡No! No puede ser, los globos no sonríen.

Luisa caminó, el globo también, siempre a los pies. Al llegar a la esquina Luisa se detuvo, el globo azul también.

De pronto, en la otra esquina, transversalmente, apareció un hombre canoso. Vestía camisa blanca, pantalón marrón, chaleco gris.

El hombre cruzó la calle, se acercó a Luisa que no salía del asombro, porque la aparición de este señor como la del globo fue misteriosa, y preguntó:

—¿El globo es suyo?

—¡No!

—Entonces se lo llevaré a mis nietos.

El hombre canoso tomó el globo azul y desapareció.

Luisa dio la vuelta y regresó al departamento; olvidó las compras. Subió la escalera de prisa, nunca antes lo había hecho, sintió algo extraño en su interior. ¿Qué le estaba sucediendo?

Abrió la puerta del departamento previo golpecito. Al pasar por el espejo del living se detuvo a mirarse: Demasiadas arrugas, pensó, y recordó lo que había vivido minutos antes. No entendía nada.

Esa tarde, a las 4, se acordó de que aún no había hecho las compras. ¡Qué descuido!

La verdulería quedaba a tres cuadras.

Tomó la canasta, antes de salir se acercó al espejo “espejito mágico”. Bajó la escalera. Al abrir la puerta de calle, el sol la encandiló. Cuando se repuso del impacto de la luz, vio el globo azul en la vereda, al lado de ella, a los pies.

Luisa miró a un lado y al otro. Nadie. En los balcones, no había niños, ni hermanos, ni empleada, ni madre, reclamando el globo azul.

—¡Oigan! ¿De quién es este globo?

Luisa, nerviosa, caminó hacia la esquina, el globo también, siempre a los pies. Al llegar a la esquina se detuvo, el globo azul también.

De pronto, apareció el hombre canoso que transversalmente cruzó la calle. Luisa tembló y un rubor afloró en sus mejillas. Le ardían.

El hombre canoso la miró y le preguntó:

—¿El globo azul es suyo?

—¡No!

—Entonces se lo llevaré a mis nietos.

El hombre canoso tomó el globo azul y desapareció.

Luisa demoró en dar la vuelta; pensativa, algo más que alegre, regresó al departamento.

Esa noche no pudo dormir. Los ojos del hombre canoso estuvieron presentes en ella casi todo el tiempo. ¡Al fin!, durmió una noche nueva.

A las 11 de la mañana del otro día se acordó de que aún no había hecho las compras. La verdulería quedaba a tres cuadras.

Tomó la canasta, se sacó el delantal, arregló sus cabellos, alisó su vestido nuevo, calzó los zapatos y dibujó una sonrisa.

Bajó la escalera deprisa.

—Adiós, doña Luisa. ¡Qué bien se la ve hoy!

—Gracias Valentina.

Luisa abrió la puerta de calle; el sol la encandiló. Cuando se repuso del impacto de la luz vio el globo azul en la vereda, al lado de ella, a los pies.

Repitió el movimiento de mirar a un lado y al otro. Nadie reclamaba el globo, en los balcones tampoco.

Caminó nerviosa hacia la esquina, el globo azul también.

De pronto, apareció el hombre canoso.

Luisa lo esperaba.

El hombre canoso cruzó transversalmente la calle. Luisa sonrió al sentir la cercanía del hombre.

Él la miró a los ojos. Ella se ruborizó. El hombre canoso bajó la mirada y le preguntó al globo azul:

—¿Es suya esta abuela?

—¡No! —contestó el globo.

—Entonces se la llevaré a mis nietos.

El hombre canoso le ofreció el brazo derecho a Luisa.

—¿Me acompaña?

Caminaron juntos por la vereda, el globo azul también.



Leyenda de la yerba mate

 Dicen que dicen…

…que quien conozca Misiones, con su tierra colorada, sabe de su lujuriante selva, con enormes árboles de frondosas copas, de las plateadas aguas que corren por sus ríos, formando bellísimas y exuberantes cataratas con torrentes maravillosos, conoce los degradé de verdes que inundan la selva y la pueblan de animales y colores.

   Sabrá que crecen allí los helechos más hermosos y las delicadas orquídeas y sus bosques poblados de tucanes, osos hormigueros, ágiles coatíes, simpáticos monos, mínimos colibríes, aladas mariposas y enormes papagayos, entre otros, todos propios del lugar.

   Muy de trecho en trecho, algún rayo de sol suele colarse entre el follaje de los tupidos bosques.

   Yací, la luna, que era muy curiosa, estaba fascinada con el paisaje del lugar y de ello habíales contado al sol y las nubes.

   Araí, la nube, dejaba filtrar sus rayos e iluminaba las copas de los árboles misioneros cubriendo la selva de luz resplandeciente.

   Cierta vez, Yací y Araí se pusieron de acuerdo y las dos juntas decidieron bajar a la tierra, por eso, Tupá, el dios bueno y bondadoso, les dió el don de transformarse en dos hermosas y pálidas muchachas.

   Al descender las dos jóvenes comenzaron a recorrer la selva, era mediodía, se escuchaba el melodioso canto de los pájaros y el cuchicheo ensordecedor de los insectos.

   Todo esto maravilló a las muchachas y en su distracción no les fue posible escuchar las sigilosas pisadas del yaguareté que se aproximaba dispuesto a atacarlas, agazapado entre los verdes arbustos.

   Ellas no sospechaban que un  avezado cazador, oriundo del lugar, venía siguiendo los pasos del yaguareté y cuando éste se propuso atacar a las jóvenes, él con su arco disparó una certera flecha que fue a dar sobre el lomo del animal.

   El magnífico, pero feroz yaguareté, dió un salto enfurecido y mostrando sus fauces trató de atacar al tirador.

   Yací y Araí quedaron paralizadas ante el ataque de aquel animal, pero una nueva flecha se incrusto en su pecho dejándolo agonizante.

   El cazador, vió que el animal herido sucumbía y también creyó ver las siluetas de dos jóvenes que se alejaban a la carrera.

   El nativo, se acercó al animal y al verlo quieto trató de buscar en la espesura, pero nada pudo vislumbrar.

   Cuando llegó la noche, el cazador decidió que era hora de dejar su cuerpo en reposo y se echó a dormir en su cómoda hamaca.

   Al poco rato, el hombre tuvo un sueño asombroso, en él se repetía la escena del yaguareté y volvía a verse a sí mismo manejando el arco en el claro del monte, solo que esta vez podía distinguir a las dos muchachas de piel blanquísima y largos cabellos.

   Ellas parecían estarlo esperando, es allí, que el cazador se ve así mismo acercándose a ellas. Yací se aproximaba hacia él y lo llamaba por su nombre.

   La bella muchacha se presentó así misma y luego a su compañera Araí, ambas le agradecieron al cazador por haberlas salvado y reconociendo cuan valiente había sido al protegerlas de las fauces del yaguareté. Luego, le dijeron que como premio al valor habían decidido obsequiarles dos favores, uno era un premio, y el otro, un secreto y agregaron: - mañana, cuando llegue el día hallarás al frente de tu maloca una nueva planta a la que llamarás Caá, deberás sustraer las hojas, tostarlas y molerlas y luego, con ellas prepararás una infusión.-

   Luego agregaron: - cuando bebas dicha infusión notarás que tu soledad ya no será tal y lograrás que tus vecinos y amigos quieran compartir contigo este brevaje, el cual acercará los corazones de los unos a los otros -

   Aquel cazador solitario se sumergió nuevamente en un sueño profundo hasta el amanecer.

   Cuando despertó corrió afuera de la casa comunal y lo primero que descubrió fue una nueva planta que se alzaba frente a su puerta, tal como Yací y Araí le habían anunciado. Loco de contento, pero sin entender demasiado aquel sueño, llamó a los gritos a los miembros de su Tevy.

   Toda la familia del cazador vió con asombro, no una, si no muchas plantas de hojitas verdes y ovaladas que crecían aquí y allá, el cazador le dió a su gente las instrucciones que las jóvenes le habían encomendado. Ellos recolectaron las hojas y las secaron, una vez hecho esto, las molieron y buscaron una calabacita y una caña fina, ambas huecas e introdujeron las hojas y la caña fina y vertieron agua sobre las hojas y así probaron la nueva bebida.

   El sabor era raro, un poco amargo pero apetitoso.

   Como toda su Tevy, se arremolinó alrededor del cazador, éste pasó el recipiente y uno a uno lo fueron saboreando.

   Fue así como nació nuestro sabroso y riquísimo mate, ese compañero en los momentos de soledad, o ese otro, que solemos compartir con nuestros parientes y amigos tendiendo un puente entre unos y otros.

 


Leyenda de "La Telesita"

 

Dicen que dicen.. .que hace mucho pero mucho tiempo, allá en lo que es hoy Santiago de Estero, más exactamente en Tojona , en la costa saladina  vivía una bellísima joven, hija de una familia acaudalada a la que le gustaba mucho la música.

   Si bien cantaba melodiosamente, era una mejor bailarina.

    La muchacha solía internarse en el interior del bosque, pues amaba a la naturaleza y solía entenderse muy bien con ella.

   Su nombre era Telésfora Castillo, pero todos la conocían por Telesita. Los lugareños amaban a esta joven por su bondad y sencillez. A ella poco le importaban los bienes materiales; por ello, si alguien enfermaba o tenía alguna urgencia, seguro que si recurría a Telesita todo se arreglaba con facilidad ya que ella no dudaba en desprenderse de sus pertenencias si algún vecino las necesitaba.

   Lo cierto es que siempre tenía un buen consejo a flor de labios o algo para contribuir al bienestar de los campesinos y ellos le retribuían amándola y protegiéndola.

   Con el tiempo, al perder a sus padres quedó Telesita en la más absoluta soledad, fue entonces, cuando imprevistamente ella quedó sin nada porque todo lo fue regalando.

   Para ese tiempo todos le atribuían extraordinarios milagros.

   Según cuentan no había farra a la que Telesita no concurriera, ni boliche que no conociera.

   Ella estaba siempre presente con su canto y con su danza.

   Allá iba Telesita, siempre sola, siempre alegre y siempre al son de la música se dejaba llevar.

   Pasaron los años, aquella joven convertida en mujer persistió con su pasión por la danza.

   Por eso cuando desapareció de los lugares que frecuentaba, los que la conocían pensaron lo peor, y no se equivocaron. Fueron los vecinos en su busca, y allí la encontraron en su rancho, totalmente quemada.

   Muchos dicen que el fervor que Telesita profesaba por el baile había consumido su cuerpo hasta hacerlo arder.

   La historia de Telésfora Castillo fue pasando de boca en boca, como todas las leyendas.

   Si la gente se encomienda a ella, ofreciéndole un baile acompañado con bombo y violín, aseguran que aún hoy, te regala sus favores, claro que no debe faltar el aguardiente hervida con poleo.